ANADig: Contra la irracionalidad discursiva de los asesinos de palabras

domingo, 5 de septiembre de 2010

Contra la irracionalidad discursiva de los asesinos de palabras

Por Hernán Brienza

La otra gran bastardeadora de la palabra es Elisa Carrió. Las palabras están allí para generar títulos para el diario Clarín o La Nación. No tienen peso en sí mismas.

Cómo se mata una palabra? Casi todos responderemos que se mata con el silencio. Pero no es cierto. Cuando un dictador impone el silencio, lo que está haciendo en una forma dialéctica es dándole vida, otorgándole una importancia que antes no tenía.
Es por eso que hay que prohibirla. Irónicamente, los tiranos aman y temen a las palabras. Los verdaderos criminales de las palabras son aquellos que hacen un uso irresponsable de ellas, los que producen su banalización, los que la vacían de sentido.
Carlos Menem, por ejemplo, fue un gran asesino de palabras. Las utilizaba a su gusto. Las mentía, las deformaba, las cambiaba. Daba lo mismo leer un discurso o el otro. Total, nunca era importante lo que uno podía llegar a decir. Lo sustantivo era otra cosa: el mundo de los negocios, de lo fáctico, de lo terrenal.
La otra gran bastardeadora de la palabra es Elisa Carrió. Las palabras están allí para generar títulos para el diario Clarín o La Nación. No tienen peso en sí mismas. Pueden decir o desdecir, pueden profetizar pariciones que nunca se producen o despertar huracanes que jamás arriban a la realidad. Están allí para generar impacto mediático. Recientemente, Carrió profundizó su hobby de banalizar las palabras: acusó a Néstor Kirchner de “fascista”, al gobierno de “dictadura” y citó a Bertolt Brecht para realizar la operación de equiparar al ex presidente con Adolf Hitler.
Hay que tener cuidado con las palabras. Porque no son inocentes. Y están cargadas de recuerdos, de dolores, olores, sufrimientos. Cuando Carrió asegura que el gobierno actual es una dictadura, está burlándose de los 30 mil desaparecidos, de los millones de silenciados, de los miles de exiliados, de los miles de detenidos. Cuando compara a Kirchner con Hitler, con una sonrisa prepotente y burlona, con la soberbia de quien sabe que tiene licencia para usar el micrófono –¿cuánto hace que Carrió no debate con alguien; cuánto hace que Carrió no hace otra cosa que hablar para un auditorio mediático que sólo está allí para aplaudir sus iluminaciones proféticas?– no hace otra cosa que humillar a los 6 millones de personas –judíos, gitanos, marxistas, homosexuales– que fueron masacrados en los campos de concentración nazis.
Las comparaciones remiten. Y son un recurso metafórico. Y como dice Vicente Huidobro: “Un adjetivo, cuando no da vida, mata.” Carrió asesina a las palabras. “La conducción política es persuadir”, explicaba Juan Domingo Perón a todo aquel que quisiera escucharlo. La palabra es la herramienta del consenso, la argumentación. Es la materia prima de la política. Si se bastardean las palabras, se bastardea la política.
¿Abandonó Carrió la política?
Norberto Bobbio ha escrito en su célebre Diccionario de Ciencia Política que la “dictadura” moderna se caracteriza por “la concentración y la ilimitabilidad del poder; las condiciones políticas ambientales constituidas por la entrada de grandes estratos de la población en la política y el principio de la soberanía popular, y la precariedad de las reglas de sucesión al poder”. Hasta el lector más dormido este domingo podrá darse cuenta de que el gobierno de los Kirchner dista tanto de ser una “dictadura” como Carrió de ser una heroína de la “Resistance” como Ingrid Bergman en Casablanca.
Sencillo: a) Si bien el estilo de conducción de Néstor Kirchner es férreo, no es absoluto. Además, es imposible ningunear el carácter de mayor institucionalidad que le imprimió la presidenta Cristina Fernández de Kirchner a su gestión; b) El poder de la presidenta no es ilimitado. Tiene fecha de conclusión y lo dispone la Constitución Nacional; c) No existe un aparato de control y de coerción sobre la población (en este sentido es más dictatorial el espionaje telefónico y las listas de estudiantes “rojillos” que realiza Mauricio Macri en su gestión y que Carrió disimula que, por ejemplo, la decisión de no matar un solo manifestante en la calle por parte del gobierno nacional); d) Los Kirchner no han movilizado políticamente a la sociedad; e) Su legitimidad es electoral y no corporativa ni plebiscitaria ni de relación líder-masa; f) La sucesión de los Kirchner está garantizada por el juego democrático y el límite que impone la Constitución Nacional. En última instancia, quien va a decidir quién es el sucesor es el pueblo argentino en elecciones libres.
Hablar de “dictadura”, entonces, no es error metodológico de “estiramiento conceptual” como diría Giovanni Sartori, es decir, utilizar un lenguaje difuso y confuso para poder aplicar la categoría “perro” a animales que claramente son perros, gatos, cebras, rinocerontes o gansos salvajes. Lo que hizo Carrió es un acto de irracionalidad discursiva. Porque, además, jugó con el contenido simbólico y emocional que tienen las palabras “dictadura” y “nazismo”.
Pero hay algo interesante que hizo Carrió esta semana. Además de despolitizar su discurso, “impolitizó” –fue en contra de la política– su práctica cotidiana. En su más que sospechosa defensa a capa y espada del Grupo Clarín y de Héctor Magnetto expresó algo que desnudó su verdadera situación política: “Magnetto es, con todos sus defectos y sus errores, un contrapoder”, afirmó.
A ver, a ver…
¿Qué dijo exactamente Carrió? Simple: la oposición política, democrática, republicana no tiene ni la menor posibilidad de producir un contrapeso contra el poder del oficialismo. Es inútil de toda inutilidad posible. No puede ni siquiera hacer de oposición. Y esto la incluye, claro.
Pero hay algo más grave, todavía, que se desprende de sus palabras. Y es que con tal de que haya un contrapoder, si es necesario, hay que ir a buscarlo por afuera de la política, es decir, a las corporaciones económicas como el Grupo Clarín, pero que también pueden ser la Sociedad Rural o la Asociación de Empresarios Argentinos, por ejemplo. Para Carrió, hay que apoyar a los grupos económicos concentrados en su lucha contra los políticos y la política.
Y es lógico, después de todo, Clarín y La Nación son la Argentina. ¿Pero qué Argentina? La que defendió la campaña del desierto y el fraudulento reparto de tierras, la que apoyó los golpes militares de 1930, 1955, 1966 y 1976, la que festejó la apropiación cruenta de Papel Prensa, la que legitimó la brutal transferencia de riqueza de los sectores populares a los grupos concentrados en los ’90. Esa es la Argentina que defiende Carrió.
Por suerte, hoy, las Fuerzas Armadas no son grupo de presión importante. Si lo fueran, Carrió estaría celebrando a ese contrapoder armado. Si lo fueran, ¿Carrió estaría golpeando las puertas de los cuarteles?
Los políticos elaboran las palabras. Y la sociedad las consume como el trigo, como su pan discursivo. Blas de Otero escribió alguna vez: “Si abrí los labios para ver el rostro puro y terrible de mi patria, si abrí los labios hasta desgarrármelos, me queda la palabra.” Era una límpida defensa de la palabra como muralla de contención contra la brutalidad del régimen franquista, era la palabra como un arma –como Gabriel Celaya decía de la poesía: un arma cargada de futuro– capaz de enfrentar al brutal silencio de muerte que imponía la dictadura franquista. La palabra de Otero estaba compuesta de sentido, tenía densidad, era pesada.
En la Argentina de hoy, con sus discursos banales, sus metáforas rimbombantes y estrafalarias, algunos políticos creen estar haciendo disparos letales. No reparan en que, para gran parte de la sociedad, sus revólveres están cargados con balas de cebita.

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