ANADig: LA CONJURA HIPÓCRITA Por: Orlando Barone

miércoles, 14 de julio de 2010

LA CONJURA HIPÓCRITA Por: Orlando Barone


En ya lejanos tiempos argentinos donde la homosexualidad era una vergüenza y un pecado mortal, las calificaciones de “puto” o “tortillera” tenían una naturalidad bestial. Nadie se privaba de la burla y el prejuicio. Los homosexuales varones escondían su condición y las mujeres, más que esconderla, se clausuraban en una secreta culpa. Los nombres de la escultora Lola Mora y del escritor Mujica Láinez eran los arquetipos de referencia de la farándula cultural y las suspicacias barriales solían recaer en algunos galanes aparentemente viriles a los que se les atribuían vidas paralelas con amantes del mismo sexo. En los años cincuenta la picaresca machista pretendía descubrir homosexual a Cary Grant, uno de los varones más encantadores para las espectadoras de cine. Con esa calificación la envidia machista pretendía desencantar a las mujeres. No sé si los confesionarios recibían las confesiones de los gays y lesbianas de hace medio siglo, cuando éramos más bárbaros/as que ahora.
Al comienzo de la democracia, mi amigo el escritor Carlos Arcidiácono publicó un libro – Ay de mí, Jonathan , en la editorial Corregidor– que acaso sea la primera autoconfesión de homosexualidad de nuestra literatura. Sé cuánto le costó exponerse y qué poca trascendencia mediática tuvo, aun cuando la novela tiene una intensidad dramática que merecería un redescubrimiento. Allá por 1984, en La Razón matutina dirigida por Jacobo Timerman y Marcelo Capurro, recuerdo haber publicado una contratapa bajo el título “Qué es ser judío”, en una entrevista a Jaime Barilko. Hoy suena a nada pero, en ese reciente tránsito desde la dictadura, la palabra “judío” producía un sonido entre siseante y sospechoso. A la gente común le costaba pronunciarla, y para eludirla decían “paisano” o “israelita”, y, entre amigos, “rusito”.
Alentado por aquel atrevimiento y por los editores publiqué otra crónica donde un casi desconocido diseñador de modas se arrogaba su condición de “gay”. Era Roberto Piazza. Y fue él, a lo mejor, quien anticipadamente se asumía consciente y con orgullo como homosexual en un medio público. No fue aplaudido por todos, me consta.
Pero el umbral de la democracia se permitía esos nuevos aires de libertad social. La homosexualidad, hasta entonces, era casi furtiva a pesar de la modernidad, pues estaba circunscripta a algunas fronteras urbanas culturales donde se hablaba de ella, pero exclusivamente en sus referencias literarias. Ya sea a través de Oscar Wilde y su Balada de la cárcel de Readin g, o de El cuarteto de Alejandría , de Durrell, o de la famosa saga Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio , de Henry Miller. Y ya en círculos más literarios, a través de El beso de la mujer araña , de Manuel Puig, que, escrita durante la dictadura, alcanzaba notoriedad al estrenarse la película dirigida por Héctor Babenco y exhibida en la época del juicio a la Junta de Comandantes y del Nunca Más . Simultáneamente, la muerte del actor Rock Hudson disparaba el nuevo terror que nacía para victimizar y discriminar aún más a los homosexuales: “la peste rosa”; como se la conoció al comienzo antes de su legitimación científica como sida. Una tarde en El Bárbaro de la calle Tres Sargentos, Oscar Hermes Villordo contaba que padecía sida y que estaba escribiendo una crónica como testimonio de alerta a la sociedad. Decía que en el diario La Nación –donde ejercía el periodismo– no se atrevían a publicársela, pero que él les había advertido que si no era en ese diario la publicaría en otro medio. Al final aceptaron. Que un intelectual conocido se involucrara como gay y como enfermo de sida causó un revuelo que para la sociedad actual suena inexplicable. Villordo, por esa época, publicó un best seller autobiográfico, La brasa en la mano , texto escandaloso y temerario de su vida promiscua de gay. Un libro divertido, pero triste.
Por eso, cuando hoy la ley del matrimonio igualitario ha llegado al Congreso, aunque todavía atrapada en las catacumbas de algunos legisladores atados al pasado, al prejuicio, a las amenazas del Diablo y a las amonestaciones de los púlpitos, sé que el tiempo no ha pasado en vano. Y que todavía nos pesa tanta impostura y tanta furtiva influencia cultural.
Y que nuestra limitada mirada heterosexual suele posarse sobre la homosexualidad con fantasiosas ideas cargadas de libido y erotismo. Como si esa mirada únicamente pudiese entender la homosexualidad a través del sexo y de la cópula y desconociendo en esa limitación la amplia gama de sentimientos y emociones de la condición humana. Es una tendencia cultural que piensa a la pareja del mismo sexo sin considerarla en sus vínculos de ternura, de protección, de compañía y de espiritualidad, o aun de rutina, de desapasionamiento y de tedio que nos conciernen. Y que se corresponden con la vida de la pareja humana en su hábitat e intimismo doméstico. El concepto de “matrimonio igualitario” y las discusiones que nos fue proponiendo han puesto en escena todas aquellas suposiciones ignorantes y no menos frecuentes prejuicios. Desde ya Dios está fuera de discusión en esta crónica aunque otras lo incluyan dando por sentado que Él les da su autorización. Al menos en las altas voces de la Iglesia Católica y en otras Iglesias cristianas o símiles se lo esgrime como estandarte en la consabida “guerra de tinieblas” que enfrenta la familia cristiana.
Hay paradójicas curiosidades en los planteos morales y presuntamente genéticos o bíblicos que se desesperan por amputar o “hipocritizar” la ley profunda aprobada en diputados. En 1993, en San Luis, en un motel apartado, el ex presidente argentino Adolfo Rodríguez Saá fue filmado en situación sexual heterodoxa no justamente con su esposa sino con su amante. La sodomía con un pene adicional que tuvo que padecer, según él, no fue voluntaria. Tampoco la aspiración de cocaína. El escándalo fue perdonado, amnistiado y comprendido por la Iglesia puntana, ligada a las tradiciones y a la familia tipo y pura. Hoy la más diabólicamente antihomosexual y más endemoniadamente cristiana es la senadora Teresita Negre de Alonso. Es de San Luis, casualmente. Ah, suelo plantearme dudas como entretenimiento. Por ejemplo, no llego a entender cómo la Iglesia tardó siglos en reconocer que los indios de América eran seres humanos. ¿Cómo no se dieron cuenta apenas los vieron? Tienen cabeza, tronco y extremidades; ojos, boca y órganos genitales. Y hablan. Es que los homosexuales presentan una dificultad que desorienta: se aman igual que los heterosexuales.
Todavía resultan más inhumanos que en aquella época los indios.

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